En la estación ferroviaria Nikoláevskii se
encontraron dos amigos: uno gordo, el otro flaco. El gordo recién había
almorzado en la estación, y sus labios cubiertos de grasa brillaban como
cerezas maduras. Olía a jerez y a fleur d’orange. El flaco recién había
salido del vagón, y estaba cargado de maletas, hatillos y cajas de cartón. Olía
a jamonada y a borra de café. A su espalda asomaba una mujer delgada de
barbilla larga, su esposa, y un alto alumno de gimnasio con un ojo entornado,
su hijo.
-¡Pofírii! –exclamó el gordo al ver al flaco. -¿Eres tú acaso? ¡Hijito mío! ¡Cuántos inviernos, cuántos veranos
-¡Padrecito! –se
admiró el flaco. -¡Mísha! ¡El amigo de la infancia! ¿De dónde saliste?
Los amigos se
besaron tres veces y se miraron, el uno al otro, con unos ojos llenos de
lágrimas. Ambos estaban gratamente aturdidos.
-¡Gentil mío!
–empezó el flaco después del besuqueo. -¡Pues no lo esperaba! ¡Qué sorpresa!
¡Bueno, pero mírame bien pues! ¡Tan buen mozo como era! ¡Tan almita y
petimetre! ¡Ah tú, señor! Bueno, ¿y tú qué? ¿Eres rico? ¿Estás casado? Yo ya
estoy casado, como ves… Esta es mi esposa pues, Luisa, nacida Vanzenbach…
luterana… Y este es mi hijo, Nafanaíl, alumno de tercer grado. ¡Este, Nafánia,
es mi amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!
Nafanaíl pensó un
poco y se quitó el gorro.
-¡Estudiamos
juntos en el gimnasio! –continuó el flaco. -¿Recuerdas cómo te decían? Te
decían Eróstrato, porque quemaste un librito estatal con un cigarrillo, y a mí
Efialte, porque me gustaba delatar. Jo-jo… ¡Éramos chicos! ¡No temas, Nafánia!
Vente más cerca de él… Y esta es mi esposa, nacida Vanzenbach… luterana.
Nafanaíl pensó un
poco y se escondió tras la espalda del padre.
-Bueno, ¿cómo
vives, amigo? –preguntó el gordo, mirando exaltado al amigo. -¿Dónde sirves?
¿Hasta dónde serviste?
-¡Sirvo, gentil
mío! De asesor de colegio ya el segundo año, y tengo la Stanisláv. El
salario malo… ¡pero vaya con Dios! Mi esposa da lecciones de música, y yo hago,
por lo privado, cigarreras de madera. ¡Unas cigarreras excelentes! A rublo por
pieza las vendo. Si alguien me compra diez piezas o más, a ése, entiendes, un
descuento. Subsistimos de algún modo. Serví, sabes, en el departamento, y ahora
me trasladaron aquí, como jefe de despacho, por la misma administración... Voy
a servir aquí. Bueno, ¿y tú cómo? ¿Seguro, ya eres civil? ¿Ah?
-No, gentil mío,
sube más alto, -dijo el gordo. –Yo ya serví hasta el secreto… Tengo dos
estrellas.
El flaco de pronto
palideció, se petrificó, pero su rostro pronto se retorció hacia todos lados,
en una amplísima sonrisa: parecía que su rostro y sus ojos echaban chispas. Él
mismo se redujo, encorvó, encogió… Sus maletas, hatillos y cajas de cartón se
redujeron, arrugaron… La barbilla larga de la mujer se hizo aún más larga;
Nafanaíl se puso firme y se abrochó todos los botones del uniforme…
-Yo, su
excelencia… ¡Mucho gusto! ¡Un amigo, se puede decir, de la infancia, y de
pronto salió tal dignatario! Ji-ji.
-¡Bueno, basta! –frunció
el ceño el gordo. -¿Para qué ese tono? ¡Tú y yo somos amigos de la infancia,
para qué ese respeto al rango ahí!
-Tenga la bondad…
Qué le pasa… -empezó a soltar risillas el flaco, reduciéndose aún más. –La
atención benévola de su excelencia… es como un bien vivificante… Este es, su
excelencia, mi hijo Nafanaíl… mi mujer Luisa, luterana, de cierta forma…
El gordo quiso
replicar algo, pero en el rostro del flaco había pintada tanta veneración,
dulzura y amargura respetuosa, que el consejero secreto sintió náuseas. Le dio
la espalda al flaco y le tendió la mano como despedida.
El flaco le
estrechó tres dedos, reverenció con todo el tronco y soltó una risilla, como un
chino: “ji-ji-ji”. La esposa sonrió. Nafanáil chocó los talones y dejó caer la
visera. Los tres todos estaban gratamente aturdidos.
Inolvidables.
ResponderEliminarme encanto tu culo caiste
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